miércoles, 22 de diciembre de 2010

terapia a medianoche

Me di cuenta de la hora que era cuando el eclipse apareció en la ventana.
Debajo en el piso el círculo de tizas, debajo en el piso el cenicero.
Yo lo buscaba con mi cigarrillo, lanzando la brasa del pucho al aire, fallando casi siempre y acertando más que nada en el parquet peronista.
Sobre el escritorio, en una torre de babel espiralada, recobraban el aliento ochentaytres testimonios de adolescentes en una encuesta sobre alcoholismo, felices de un pequeño recreo después de una febril decena de horas de escrutinio.
Agobiado por la brisa sofocante de miles de acondicionadores escupiendo calor al aire, decidí que era momento de abandonarlo todo y abrir una cerveza helada. 
Cambié el color de mi cigarrillo y me llevé al balcón una sillita, en el espíritu de exorcizar mi alma una vez más esa noche. 
Me miró con bronca la tortuga, asomando la cabeza, y supe que tampoco ella podía dormir ahí dentro.



El eclipse es una cosa fantástica, un milagro medieval que se ve gratis desde el balcón.

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